Estaba mi terraza triste últimamente. Ha pasado un verano gris la pobre. Sin flores, sin visitas, sin hamaca, picnics o vermús al sol. Y si ha sido así el verano no quería ni pensar qué invierno le esperaba. Por eso me propuse el otro día transformarla, recuperarla, devolverle ese esplendor que tuvo un día. Y lo primero que hice, claro, fue ir a un invernadero de esos gigantes donde venden millones de flores y donde me encanta perderme cuando me dan ataque de estos. Sí, son cíclicos, como la vida misma. Y entre geranios, pensamientos, orquideas y cactus las ví: las plantas aromáticas. Siempre he querido tener un huertito con romero, tomillo, albahaca... Y estar cocinando y salir fuera canturreando a arrancar unas hojitas y añadirlas al plato. Frescas, recién cortadas, oliendo a campo, a jardín. Lo he intentado muchas veces. Se me han muerto siempre. Por eso acabo comprando en el supermercado esos tarros insulsos con hojas secas que ni huelen a pueblo ni a ná. Y que me recuerdan cada vez que los miro que vivo en una ciudad. En un séptimo piso concretamente. Pero ¡eh! ¡con una mini terraza! ¡No está todo perdido! Huertos urbanos los llaman ahora ¡a por ellos! De momento no necesito plantar calabacines, tomates o cebollas para sentirme agricultora. Sólo quiero mis macetas de campito salvaje con plantas aromáticas. Y por ahora las tengo. No se me ocurrió mejor forma de estrenarlas que haciendo tomate a la provenzal para todo el barrio. La receta me la chivo Sole hace unas semanas, ya se acordarán. Ella sí sale a su jardín a arrancar plantas para cocinar al momento como la chef maravillosa y profesional que es. Yo jugaré a serlo el tiempo que me duren. Sí, he elegido otoño para lanzarme a la aventura de la crianza botánica. Justo cuando empiezan los fríos, los vientos, las heladas... Los imposibles siempre se me dieron bien.